sábado, 18 de abril de 2009

Raquel, si volviera el tiempo aquel

En Quinto, a los 16, cuando era feliz e indocumentado. Soy el décimo contando desde la izquierda.

Este es un fragmento de la novela que estoy concluyendo...


Debido a la diaria obligación de la asistencia remunerada o al prudente amor postizo que debía ofrecer, Raquelita, una mañana, había despertado con el árbol dócil del cariño crecido para siempre en sus modales. Y es que ¿cómo no ofrecerle cariño a quien en la languidez de la vida regresa a la niñez?
Languidez de la vida. Bonita frase. Se la había escuchado al hijo menor de su anterior anciana, doña Julia, una viejita mandona que ostentaba un respetable diente de oro en la mandíbula izquierda. Con ella había durado más tiempo pero no aquí en la ciudad sino en un pueblo no tan lejano, en realidad un caserío con nombre muy sugestivo: La Cría. El porqué del topónimo nunca lo supo con claridad, tampoco nadie se lo había explicado y es más ni siquiera lo había preguntado. Pero si bien nadie se había tomado la molestia de compartirle tal particularidad, los vecinos sí se regalaban el placer de esparcir, como con ventilador, las historias mejor guardadas de los vecinos y de las vecinas especialmente. Así, en el minúsculo mercado, se enteraba diariamente de cual vecina sacaba los pies del plato y dejaba entrar la cuchara, la mano y el cuerpo entero del atrevido amante bajo la frazada calientita del esposo ausente. ¡Jesús, María y José! –exclamaba doña Julia cuando Raquelita regresaba de hacer las compras y le contaba las últimas: que doña Gallina cacareaba con don Culebra y el pobre Pablo ni sabía. ¡Jesús bendito con estas mujeres! –terminaba diciendo, pero después de un respiro agregaba: “¡Tú ni te metas en gaferas hijita! ¡No quiero verte con tu domingo siete o que te arrastren de las greñas por la calle! ¡Yo no quiero problemas en mi casa!”
Sin embargo, a pesar de las sentenciosas resondradas, sí se metió en problemas, pero no se atrevió a llevarlos a la casa. Más bien se los llevó consigo en el fondo de su bolsa azul de nylon y después de confesarle a doña Julia que pronto la mujer de don Severino, “esa zambaza alta y bien apretada”, se iba a enterar, le enjugó las lágrimas, la abrazó y le dijo: “Gracias por todo doña Julita, usted ha sido buena conmigo”, después levantó su bolsa repleta de ropa y resignación y salió. Caminó hacia la carretera por cuatro calles polvorientas y, después de tocar una puertita sencilla y dejar un recado, se subió en un ómnibus que regresaba de Chota, se dio ánimos necesarios durante el viaje y se bajó en Pátapo, allí tocó la puerta de William, le dijo que su sobrina Paula se había quedado con doña Julita y que la disculpara pero por favor necesitaba los 120 por los diez días trabajados en el mes. “¡Qué pena que te vayas faltando poco para cumplir los tres años! ¡Justo cuando mi viejita se había acostumbrado a ti en la languidez de su vida!”.

LEYENDAS GRIEGAS

ALGUNAS LEYENDAS DE LA MITOLOGÍA GRIEGA
(LO LEGENDARIO COMO BASE DE LA LITERATURA)


Teseo y el Laberinto

En Creta reinaba desde hacía mucho tiempo un rey poderoso llamado Minos. Su capital era célebre en el mundo por un curioso edificio que existía allí, el Laberinto, cuyos corredores tenían un trazado tan complicado que quien entraba en él, no podía salir jamás. Había sido construido por Dédalo a pedido del rey Minos. En el interior del laberinto habitaba el terrible Minotauro, monstruo con cabeza de toro y cuerpo de humano, fruto de los amores de Pasifae, la esposa de Minos, con un toro que Poseidón, dios de los mares, hizo surgir de las aguas. En cada novilunio había que sacrificar un hombre al Minotauro, pues cuando el monstruo no tenía con qué satisfacer su hambre, se precipitaba fuera para sembrar la muerte y desolación entre los habitantes de la comarca. Un día, el rey Minos recibió una noticia espantosa: el hijo que era su alegría y orgullo acababa de morir asesinado en Atenas.

El corazón de Minos pedía venganza. En un rapto de ira, reunió a su ejército y lo mandó contra Atenas; la ciudad no estaba preparada para este ataque, no pudo ofrecer resistencia seria y pronto los atenienses tuvieron que pedir la paz.

Minos recibió con severidad a los embajadores. Después de un silencio de mal presagio, les dijo: “Habéis matado a mi hijo, la esperanza de mi vejez, y he jurado vengarme de manera terrible. Os ofrezco la paz, pero con una condición: cada nueve años, Atenas enviará siete muchachos y siete muchachas a Creta, para que paguen con su vida la muerte de mi hijo”. Un estremecimiento agitó a la asamblea cuando el rey dijo que aquello muchachos serían arrojados al Minotauro para que los devorara. Una luna nueva sí y dos no, estregaría uno de ellos al monstruo, que, hasta entonces, sólo había saciado su apetito con malhechores.

Como los atenienses vencidos no podían elegir, tuvieron que aceptar las condiciones impuestas por Minos, aunque con esta sola reserva: que si uno de los jóvenes atenienses consiguiese matar al Minotauro y salir del Laberinto, ambas cosas poco menos que imposibles, no sólo salvaría su vida sino la de sus compañeros, y Atenas sería liberada para siempre de tan atroz obligación.

Dos veces pagaron los atenienses el horrible tributo; dos veces condujo un navío a Creta a siete muchachos y siete muchachas sobre quienes recayó la suerte fatal.

Se acercaba ya el día ñeque por tercera vez la nave de velas negras, signo de luto, iba a surcar la mar. Llegó el momento de echar suertes. Entonces, Teseo, hijo único del rey, dio un paso al frente y, sin someterse al sorteo, ofreció su vida para la salvación de la ciudad. Al día siguiente Teseo y sus compañeros subieron a bordo. El rey y su hijo convinieron en que si a Teseo le favorecía la suerte. El navío que les volviera al país enarbolaría velas blancas. Días más tarde, los jóvenes atenienses desembarcaron en Creta y fueron conducidos a una casa en las afueras de la ciudad, donde debían permanecer bajo custodia hasta que llegase el momento. La prisión estaba rodeada de un gran jardín que lindaba con el parque por donde las hijas del rey Minos, Ariadna y Fedra, solían pasear. Un día, el carcelero se acercó a Teseo y le dijo que en el parque había alguien que quería hablarle. Muy sorprendido, el joven salió y se encontró con Ariadna, la mayor de las dos princesas. Tanto conmovió a ésta el aspecto y porte del mancebo, que decidió ayudarle a matar al Minotauro. “Toma este ovillo de hilo – le dijo-, y cuando entres en el laberinto, ata el extremo del hilo a la entrada y ve deshaciendo el ovillo poco a poco. Así tendrás una guía que te permitirá encontrar la salida”. Le dio también una espada mágica. Al separarse, Ariadna le preguntó, con voz emocionada: “Te salvo con peligro de mi propia vida: si mi padre supiera que te he ayudado, su cólera sería terrible. ¿Me salvarías tú también?” Teseo se lo prometió.

A la mañana siguiente, el príncipe fue conducido al Laberinto. Cuando estuvo tan lejos que no veía la luz del día, tomó el ovillo, ató el extremo del hilo al muro y fue desenrollándolo a medida que avanzaba por los corredores. Durante mucho rato, sólo oía el eco de sus pasos. Pero, de pronto, el silencio fue turbado por un ruido sordo, como el mugido lejano de un toro furioso. El ruido se iba acercando, pero Teseo caminaba animoso. Penetró en una gran sala y se encontró frente al terrible Minotauro, que bramando de furor se lanzó contra el joven. Era tan espantoso, que Teseo estuvo a punto de desfallecer, pero consiguió vencerle con la espada mágica que le había dado la princesa. Después, le bastó seguir el hilo de Ariadna, en sentido inverso, y pronto pudo atravesar la puerta que tantos jóvenes habían franqueado antes de él para no salir jamás.

Gracias a Ariadna, Teseo salvó su vida y la de sus compañeros, librando a su ciudad de la terrible obligación contraída. Dispuestos ya a reembarcar, Teseo llevó a bordo en secreto a Ariadna y también a Fedra que no quiso abandonar a su hermana. Durante el regreso, sobrevino una tempestad y tuvieron que refugiarse en la isla de Naxos. Vuelta la calma, quisieron continuar el viaje, pero Ariadna no apareció. Buscaron por doquier y la llamaron hasta que el eco repitió su nombre pero en vano. Finalmente dejaron su búsqueda y se hicieron a la mar. Ariadna, extraviada en un bosque, estaba dormida, agotada. Ya había zarpado el navío cuando Ariadna despertó y encontró al fin el camino de la playa. Gritó, lloró; todo fue inútil. El navío apenas se dibujaba ya en el horizonte. A Ariadna, extenuada, se le nublaron los ojos y cayó al suelo sin sentido. Cuando volvió en sí, vio acercársele un alegre cortejo, acompañado de flautas y címbalos. Pronto pudo distinguir un carro de oro tirado por mansos leones; sobre el carro iba el joven más bello que la princesa viera jamás. Era Dionisio, dios del vino, quien dijo a la muchacha: “Si quieres ser mi esposa, te volveré inmortal”. Ariadna le tendió la mano y Dionisio la subió junto a sí en el carro. Después de un viaje triunfal por la tierra el dios la llevó a su morada eterna.

En Atenas reinaba la tristeza. Cuando el retorno del bajel de Creta era inminente, el anciano rey iba todos los días a orillas del mar, oteando la nave que se había llevado la mayor alegría de su vida y la esperanza de su vejez. Al fin, el barco apareció en el horizonte. Pero traía las velas negras, y el anciano se desesperó. No podía saber que Teseo, anonadado, por la desaparición de Ariadna, habíase olvidado de izar las velas blancas, signo de su victoria. Loco de dolor, el rey Egeo se arrojó al mar que desde entonces lleva su nombre. Pero cuando el navío entró en el puerto de Atenas y Teseo y sus compañeros hubieron desembarcado, el pueblo estalló en aclamaciones. Poco después, los atenienses reunieron una asamblea que ofreció la corona a Teseo, quien casó luego con Fedra y llegó a ser el poderoso rey cuyas hazañas viven aún e el recuerdo de los hombres.







Ícaro

Según cuenta la tradición, Ícaro era hijo de Dédalo y de una esclava del rey Minos, llamada Náucrate. Dédalo había llegado desterrado de Atenas por asesinato, a la isla cretense de Cnosos. Se había instalado en dicha isla y allí había vivido en paz durante algún tiempo, gozando de la hospitalidad del rey Minos, hasta que este último descubrió que Dédalo en el pasado, había cometido un acto en contra y resolvió encerrarlo en el laberinto de Creta, junto con su hijo Ícaro. Para escapar del laberinto Dédalo hizo un par de alas para él y otro para Ícaro. Las alas estaban hechas con plumas de aves y ceras. Después de haber preparado el par de alas de Ícaro, le dijo con lágrimas en los ojos: “¡Hijo mío, ten cuidado! No vueles a demasiada altura para que el sol no funda la cera de tus alas, ni demasiado bajo para que el mar no humedezca las plumas.” Luego emprendieron el vuelo. Cuando ya estaban lejos de la isla, Ícaro desobedeció las órdenes de su padre y comenzó a remontarse hacia el sol, regocijado con la altura a que lo llevaban sus grandes alas. Poco después Dédalo miró hacia atrás y ya no pudo ver a Ícaro, pero vio abajo las plumas de sus alas que flotaban en el agua. El calor del sol había derretido la cera e Ícaro se había ahogado. Dédalo describió círculos alrededor del lugar hasta que el cadáver salió a la superficie. Luego lo llevó a la cercana isla llamada Icaria, donde lo enterró.


Orfeo y Eurídice

Hace millares de años vivía en Tracia un cantor llamado Orfeo, hijo de Calíope, musa de la epopeya. Cantaba y representaba tan bien, que los animales salvajes acudían a oírle, como asimismo le escuchaban los árboles y aun las rocas. Sus acordes armoniosos acallaban la tempestad y apaciguaban las olas. Se decía que los dioses mismos le había ofrendado su lira. Orfeo vivía feliz con su mujer Eurídice, cuando la desgracia lo abrumó. Eurídice fue mordida por una serpiente y murió antes de que pudieran prestarle socorro. La pena de Orfeo fue inmensa. Buscaba lugares solitarios y contaba su desgracia a las piedras y los árboles. Al fin, determinó descender a los infiernos y suplicar a Hades que le devolviera a su querida esposa.

Al fondo de un bravío precipicio, al final de un camino subterráneo, llegó a la laguna Estigia y la surcó en la barca de Caronte. Entró por fin a la sala donde se encontraba Hades con su esposa. La mirada del dios se endureció al preguntar a Orfeo cómo osaba entrar en su reino sin haber sido llamado por la muerte. Sin responder palabra, Orfeo tomó la lira y expresó su dolor con acordes conmovedores; después se puso a cantar. Sus versos eran tan patéticos que el terrible Hades se dejó convencer y prometió que Eurídice le seguiría y volvería a la tierra, con una condición: que Orfeo no volvería la cabeza atrás hasta abandonar los infiernos y llegar al aire libre. Si por temor o amor se volvía a mirar a su esposa, la perdería para siempre.

Orfeo, loco de alegría, estaba resuelto a no mirar atrás antes de llegar a tierra. Pasó sin dificultad junto al Cerbero, el monstruo de tres cabezas que guardaba la entrada del reino de los muertos; bastaron unos acordes de su lira para que el terrible perro se tendiese dócil a sus pies. Orfeo seguía oyendo el rumor de los pasos de Eurídice detrás de él. La salida del infierno estaba tan cerca que se veía ya la luz del sol. Pero, de repente, no oyó ruidos de pasos. La angustia le hizo perder la serenidad y se volvió. ¡Sí, su mujer estaba allí, precisamente detrás de él! Pero junto a ella se encontraba Hermes, el guía de las almas, que asía ya con su mano el brazo de Eurídice para llevársela consigo. Orfeo la vio desaparecer y sólo oyó que musitaba un adiós... para toda la eternidad.
La muerte es la única valla que el hombre no puede superar y la falta de mesura –sea por soberbia, descuido, impaciencia, etc- trae la muerte. Comportarse con mesura es saber vivir.

Hércules y sus Doce Trabajos

Hércules es el nombre romano del héroe griego Heracles. Era hijo del dios Zeus y de Alcmena, mujer del general tebano Anfitrión. Hera, la celosa esposa de Zeus, decidida a matar al hijo de su infiel marido, poco después del nacimiento de Hércules envió dos grandes serpientes para que acabaran con él. El niño era aún muy pequeño pero estranguló a las serpientes. Ya de joven, mató a un león con sus propias manos. Como trofeo de esta aventura, se puso la piel de su víctima como una capa y su cabeza como un yelmo. El héroe conquistó posteriormente a una tribu que exigía a Tebas el pago de un tributo. Como recompensa, se le concedió la mano de la princesa tebana Megara, con quien tuvo tres hijos. Hera, aún implacable en su odio hacia Hércules, le hizo pasar un acceso de locura durante el cual mató a su mujer y a sus hijos. Horrorizado y con remordimientos por este acto, Hércules se habría suicidado, pero el oráculo de Delfos le comunicó que podría purgar su delito convirtiéndose en sirviente de su primo Euristeo, rey de Micenas. Euristeo, compelido por Hera, le impuso el desafío de afrontar doce difíciles pruebas, los doce trabajos de Hércules.

La primera prueba fue matar al león de Nemea, un animal al que no podía herirle arma alguna. Hércules primero aturdió al león con su garrote y después lo estranguló. En su segunda prueba mató a la Hidra, que vivía en un pantano en Lerna. Este monstruo tenía nueve cabezas. Una cabeza era inmortal y, cuando le cortaban cualquiera de las otras, crecían dos en su lugar. Hércules quemó cada cuello mortal con una antorcha para impedir que crecieran las dos cabezas y sepultó la cabeza inmortal bajo una roca. Después mojó sus flechas en la sangre de la Hidra para envenenarlas. La siguiente prueba de Hércules fue capturar viva a una cierva con cuernos de oro y pezuñas de bronce que estaba consagrada a Ártemis, diosa de la caza, y la cuarta prueba consistió en cazar a un gran jabalí cuya guarida estaba en el monte Erimanto. A continuación, Hércules tuvo que limpiar en un día la suciedad acumulada durante treinta años por miles de rebaños en los establos de Augias. Desvió el cauce de dos ríos, haciendo que corrieran por los establos. En su siguiente trabajo apartó una enorme bandada de aves de picos, garras y alas de bronce que vivían junto al lago Estínfalo y atacaban a las gentes del lugar, y devastaban sus campos y cosechas. Para cumplir su séptimo trabajo, Hércules entregó a Euristeo un toro furioso que Poseidón, dios del mar, había enviado para aterrorizar a Creta. Para recuperar las yeguas de Diomedes, rey de Tracia, que se alimentaban de carne humana, Hércules capturó al rey, se lo ofreció como alimento a las yeguas y después las condujo hacia Micenas. Hipólita, reina de las amazonas, deseaba ayudar a Hércules en su noveno trabajo. Cuando Hipólita estaba a punto de dar a Hércules su cinturón, que Euristeo quería para su hija, Hera dijo a las amazonas que Hércules intentaba raptar a la reina y estas lo atacaron. Entonces el héroe mató a Hipólita, creyendo que era responsable del consiguiente ataque, y escapó llevándose el cinturón. En su camino a la isla de Eritia para capturar los bueyes de Gerión, el monstruo de tres cabezas, Hércules erigió dos grandes columnas (los peñones de Gibraltar y de Ceuta, que bordean ahora el estrecho de Gibraltar, y que se representan en el escudo de la ciudad de Cádiz) como monumentos conmemorativos de su hazaña. Después de que Hércules se llevara los bueyes, fue a buscar las manzanas de oro de las hespérides pero como no sabía dónde estaban esas manzanas, pidió ayuda a Atlas, padre de las hespérides. Atlas accedió a ayudarlo si Hércules, sostenía el mundo sobre sus hombros, mientras él conseguía las manzanas. El último y más difícil trabajo de Hércules fue capturar a Cerbero, el perro de los infiernos. Hades, dios de los muertos, dio permiso a Hércules para llevarse al animal siempre que no usara armas. Hércules capturó a Cerbero, lo llevó a Micenas y lo devolvió al Hades.

Después Hércules se casó con Deyanira, a la que obtuvo de Anteo, hijo de Poseidón, dios del mar. Cuando el centauro Neso atacó a Deyanira, Hércules lo hirió con una flecha de las que había envenenado con la sangre de Hidra. El centauro moribundo dijo a Deyanira que tomara un poco de su sangre que, según él, era un poderoso filtro de amor, pero era un veneno. Creyendo que Hércules se había enamorado de la princesa Yole, Deyanira le envió una túnica mojada con la sangre. Cuando se la puso, el dolor causado por el veneno fue tan grande que se mató arrojándose a una pira funeraria. Después de su muerte, los dioses lo llevaron al Olimpo y lo casaron con Hebe, diosa de la juventud.